la trama urdida por Mazarino y Ana de Austria. Vos tendréis el mismo
interés en guardar bajo llave al que,
preso, se os parecerá, como vos os parecíais a él siendo
rey.
--Vuelvo a lo que os decía. ¿Quién lo custodiará?
--El mismo que os custodiaba a vos.
--Y decidme, ¿quién está en ese secreto, aparte de vos
que lo habéis vuelto en mi provecho?
--La reina madre y la señora de Chevreuse.
--¿Qué harán?
--Nada, si vos queréis.
--No entiendo.
--¿Cómo van a conoceros si vos obráis de modo que no os
conozcan?
--Es verdad; pero hay otras dificultades más graves todavía.
--¿Cuáles?
--Mi hermano está casado, y yo no puedo quitarle su mujer.
--Haré que España consienta en un repudio, está bien con
vuestra nueva política y con la moral humana.
Así saldrá beneficiado todo lo noble y útil.
--El rey, secuestrado, hablará.
--¿A quién? ¿A las paredes?
--¿Llamáis paredes a los hombres en quienes tendréis vos
depositada vuestra confianza?
--En caso necesario, sí. Por otra parte, los designios de Dios no se
detienen en tan buen camino. Un plan
de tal magnitud se completa con los resultados, como un cálculo geométrico.
El rey, secuestrado, no consti-
tuirá para vos el obstáculo que vos para el soberano reinante.
Dios ha dotado de un alma orgullosa e impa-
ciente a vuestro hermano, a quien, además, ha enervado, desarmado con
el goce de los honores y el hábito
del poder soberano. Dios, que tenía dispuesto que el resultado del cálculo
geométrico de que os he hablado
fuese vuestro advenimiento al trono y la destrucción de cuanto os es
perjudicial, ha decidido que el vencido
acabe sus sufrimientos a poco de haber vos acabado con los vuestros. Dios ha
preparado, pues, el alma y el
cuerpo del rey para la brevedad de la agonía. Vos, aprisionado como un
particular, secuestrado con vuestras
dudas, privado de todo, con el hábito de una vida solitaria, habéis
resistido; pero vuestro hermano, cautivo,
olvidado, restricto, no soportará su desventura y Dios llamará
a sí su alma en el tiempo prefijado, esto es,
pronto.
--Desterraré al rey destronado, --repuso con voz nerviosa Felipe; --será
más humano.
--Vos resolveréis, monseñor, --dijo Aramis. --Ahora decidme, ¿he
planteado claramente el problema?
¿lo he resuelto conforme a los deseos o a las previsiones de Vuestra
Alteza Real?
--Excepto dos cosas, nada habéis olvidado.
--¿La primera?
--Hablemos de ella sin tardanza y con la misma franqueza que ha informado hasta
ahora nuestra conver-
sación, hablemos de las causas que pueden echar por tierra las esperanzas
que hemos concebido; de los
peligros que corremos.
--Estos serían inmensos, infinitos, espantosos, insuperables, si, como
os he manifestado, no concurriese
todo a anularlos en absoluto. Ni vos ni yo corremos peligro alguno si la constancia
y la intrepidez de vues-
tra Alteza Real corren parejas con el milagroso parecido que la naturaleza os
ha dado con el rey. Repito,
pues, que no hay peligro alguno, pero sí obstáculos, por más
que este vocablo común a todos los idiomas,
tenga para mí un significado tan obscuro, que de ser yo rey lo haría
suprimir por absurdo e inútil.
--Pues hay un obstáculo gravísimo, un peligro insuperable que
vos olvidáis, --replicó el príncipe.
--¿Cuál?
--La conciencia que grita, el remordimiento que desgarra.
--Es verdad, --dijo Herblay; --hay tal encogimiento de ánimo, vos me
lo recordáis. Tenéis razón, es un
obstáculo poderosísimo. El caballo que tiene miedo a la zanja,
cae en ella y se mata; el hombre que cruza
su acero temblando, deja a la espada enemiga huecos por los cuales pasa la muerte.
Es verdad, es verdad.
--¿Tenéis hermanos? --preguntó el joven.
--Estoy solo en el mundo, --respondió Aramis con voz nerviosa y estridente
como el amartillar de una
pistola.
--Pero a lo menos amáis a alguien, --repuso Felipe. --¡A nadie!
Pero digo mal, monseñor, os amo a
vos.
--El joven se abismó en un silencio tan profundo, que para el obispo
se convirtió en ruido insufrible el
que producía su aliento.
--Monseñor, --continuó Aramis, --todavía no he manifestado
a Vuestra Alteza Real cuanto tenía que
manifestarle; todavía no he ofrecido a mi príncipe todo el caudal
de saludables consejos y de útiles expe-
dientes que para él he acumulado. No se trata de hacer brillar un rayo
a los ojos del que se complace en la
obscuridad; no de hacer retumbar las magnificencias del cañón
en los oídos del hombre pacífico que se
recrea en el sosiego y en la vista de los campos. No, monseñor; en mi
mente tengo preparada vuestra dicha,